Desde México un sacerdote escribe una profunda y sencilla reflexión sobre los enfermos y los ancianos que por diversas razones no podrán salir de casa en esta Semana Santa. Ellos también pueden vivir intensamente este tiempo, especialmente porque por su propio estado, “comprenden mejor la Pasión del Redentor”.
Qué paradoja, muchos que podrían ir a la iglesia en esta Semana Santa no irán, simple y llanamente, porque no les da la gana; y a otros que desearían ardientemente ir a los oficios, no les será posible, o porque están enfermos o son ancianos, o simplemente porque no hay quien los lleve a una iglesia, y justo ahora, cuando por su propio estado comprenden mejor la Pasión del Redentor.
Pero para todos ellos hay una verdad consoladora de la que hoy quisiera hablarles. Quien más participa en la Redención, no es el que materialmente asiste a los oficios de Semana Santa, sino el que se une vitalmente al Misterio Pascual del Señor; y es que alguien puede ir a todo lo que organice su parroquia, pero por mera costumbre, o sin recta intención; incluso se puede ir con deseos de protagonismo, de fama y prestigio, o para sacar ventajas personales, etc., etc.
Aquí no estamos en los países orientales en donde acudir a la iglesia es arriesgar la vida. Quien no rectifique su intención le aprovechará poco ir a la iglesia, a la mejor no le aprovechará nada, o a la mejor le hará daño; se le dormirá más la conciencia y pensará que es un héroe por llegar cansado a casa. Pero ¿de qué me valdrían los sacrificios físicos si no me llevarán a la conversión?, ¿de qué serviría mi cansancio si mi vida se queda sin tocar y sigo con los mismos vicios?
Cierto que la enfermedad o ancianidad por sí mismas no me harían cambiar de actitud con respecto a Dios y la salvación que me ofrece, pero cuando uno se siente visitado por la enfermedad y el sufrimiento aqueja, cuando se experimenta la propia impotencia, los límites y la finitud temporal, cuando se vislumbra la cercanía de la muerte, todo cambia.
Es la oportunidad de volver la mirada a Dios, a las realidades eternas, de suplicar la asistencia divina para no caer en la angustia, de pedir la gracia para no replegarse lastimosamente sobre uno mismo y hundirse en la depresión.
La Semana Santa, vivida desde mi lecho de enfermo o desde una sillita en casa, puede ser la oportunidad que esperaba de salir de mi rebelión contra Dios, de maravillarme del amor que me ha tenido al entregar a su Hijo por mi salvación, de unirme a la Pasión de ese Hijo para colaborar con la Redención de mi familia y de la humanidad.
Otros lo han logrado, ¿por qué no yo? Santa Teresita del Niño Jesús, enferma de tuberculosis, postrada en una cama, con accesos terribles de tos y vómitos de sangre, con ratos de inconciencia por el dolor y espantosas dudas de fe, sabía que, aunque no viera en esos momentos la luz por las espesas nubes que la rodeaban, detrás de esos nubarrones seguía el sol brillando y que, pasada la hora de las tinieblas esa luz no sólo la iluminaría sino que la envolvería y la transformaría en luz.
Si el Señor nos ha visto con ojos de predilección y nos ha participado de su cruz, aunque ahora no lo entendamos, aunque para nosotros sea como una noche oscura. ¡Aprovechemos! contemplemos la Pasión del Señor, unámonos a ella, aceptemos nuestro sufrimiento y ofrezcámoslo a aquél que “me amó y se entregó por mí”, a aquél que “me ha amado primero”, ofrendémoslo por nuestra propia salvación, la de los nuestros, por los sacerdotes, por el santo Padre y por la humanidad entera.
Desde nuestra casa, desde nuestro lecho, podemos rezar; podemos ver alguna película (sólo alguna, porque no hace falta estar pegados a la televisión) que nos mueva el corazón; alguna alma caritativa nos puede leer las lecturas de las misas y otros oficios de esta semana, o ponernos las celebraciones por internet; y desde allí, desde nuestra cruz, con nuestra oración sostener a la Iglesia y salvar a la humanidad. Amén.
Deja una respuesta