En medio del bullicio de los villancicos, los intercambios de obsequios y las risas superficiales de la temporada, a veces se olvida ese lugar vacío en la mesa que corresponde a quienes han construido nuestra historia: los adultos mayores. Mientras nos dejamos llevar por el consumo desenfrenado y las fotos perfectas para las redes sociales, es común que la familia mire de reojo a las canas sabias que, aunque incomoden con su franqueza, contienen un tesoro de experiencias inigualables.

La Navidad debería ser un momento para compartir, no para seleccionar a conveniencia qué parientes merecen nuestra compañía. Es comprensible que a ratos nos cueste lidiar con los consejos repetitivos o ciertas actitudes que no encajan con la era digital. Sin embargo, ignorarlos es un reflejo de ingratitud: ellos son las raíces sobre las que se alzan nuestras tradiciones. Darles la espalda no sólo daña a quienes llegaron primero, sino que empobrece a los que vendremos después.

Quizá suene incómodo, pero esta fecha pierde brillo cuando se confunde el afecto con la conveniencia, y los abuelos quedan relegados como parte del decorado navideño. La llamada de atención es sencilla pero urgente: seamos conscientes de su necesidad de contacto, de un abrazo genuino y de un lugar central en los festejos. Porque sin sus risas, sus historias y su presencia, la Navidad no es más que un festín vacío de significado real.

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