Hay un tipo de soledad que no se elige, que no se impone desde afuera, sino que llega con el calendario, con la partida silenciosa de quienes compartieron infancia, juventud y adultez. Es la soledad del que sobrevive a todos sus hermanos, primos, amigos de toda la vida. El que asiste a cada despedida y un día descubre que ya no hay nadie que lo llame por su apodo de niño.

Ser el último de una generación es una experiencia difícil de narrar, porque implica cargar con una memoria que ya nadie comparte. Los recuerdos se vuelven íntimos, pero también pesados, porque no hay con quién reírse de aquel viaje de juventud, ni quien corrija los detalles de una anécdota familiar. El pasado se transforma en un monólogo.

Para muchos adultos mayores, esta etapa no es solo melancólica, sino desconcertante. Se pierde el referente generacional: quienes compartían códigos, palabras, costumbres. Quienes entendían los silencios sin explicaciones. La identidad se desdibuja, porque parte de ella se construía en relación con esos otros que ya no están.

Sin embargo, también puede surgir una oportunidad. Ser el último no significa ser el final. Puede ser el puente, el que conserva la historia y la transmite, el que deja testimonio, el que honra a los que ya no están con actos pequeños y significativos. Pero esto requiere contención emocional, espacios donde la memoria sea valorada, donde la presencia del adulto mayor no se reduzca a un asiento en la mesa, sino a un rol activo.

Es importante comprender que esta soledad generacional no se alivia con compañía superficial. No basta con llenar la casa de voces si no hay tiempo para escuchar el alma de quien sobrevive. Escuchar su historia no es solo un acto de respeto: es un legado.

Porque cuando se es el último de la generación, lo que se dice, lo que se guarda y lo que se comparte… puede marcar la diferencia entre el olvido y la memoria.

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