La soledad en la adultez mayor no siempre se presenta de la misma manera. Para algunos, es una elección serena, deseada, casi terapéutica; para otros, es una condena impuesta por las circunstancias, por el abandono o por el olvido de quienes prometieron estar. Esta dualidad plantea una interrogante que muchas veces se evade en los discursos superficiales sobre la vejez.

Existen personas mayores que, tras décadas de vida social intensa, optan por la tranquilidad de su espacio, alejándose del bullicio y de las exigencias emocionales. Encuentran en el silencio una forma de reencontrarse consigo mismos, de ordenar pensamientos, y de vivir a su ritmo. No sienten tristeza ni vacío; al contrario, experimentan libertad. En esos casos, la soledad es una forma de afirmación personal, de descanso profundo después de tanto dar.

Pero hay otro rostro, más crudo y doloroso: el de la soledad no deseada. Esa que llega sin avisar, cuando los hijos se marchan sin mirar atrás, cuando los amigos comienzan a partir uno a uno, o cuando la salud ya no permite sostener vínculos con la misma facilidad. En estos casos, la soledad se convierte en una especie de condena emocional. No es paz, sino ausencia. No es libertad, sino aislamiento.

El problema radica en que muchas veces se confunde una con la otra. A los adultos mayores se les juzga por preferir estar solos, cuando en realidad sufren porque nadie los busca. O se les empuja a actividades sociales sin preguntar si eso es realmente lo que desean.

La sociedad debería aprender a distinguir entre ambas realidades. No todo el que está solo está triste, pero tampoco todo el que aparenta serenidad ha elegido estar aislado. Escuchar, observar y acompañar desde el respeto puede ser la clave para ayudar a que cada adulto mayor viva la soledad que le corresponda: la elegida, si así lo desea, y nunca la impuesta.

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