A cierta edad, cuando la vida ya ha mostrado todos sus rostros, el alma puede volverse más sensible… o más rígida. Todo depende de lo que se haya hecho con el dolor. El resentimiento, ese enojo que se guarda en silencio, puede instalarse como un huésped invisible en la vida del adulto mayor. A veces sin hacer ruido, otras veces transformando la mirada, el gesto, la actitud ante la vida.

No es difícil entender por qué aparece. A lo largo de los años se acumulan decepciones, injusticias, promesas rotas, palabras que hirieron y nunca se enmendaron. Y como ya no hay tiempo —ni energía— para discutir, se opta por callar. Pero el resentimiento no desaparece con el silencio; más bien, se profundiza.

En la vejez, el resentimiento puede expresarse de maneras sutiles: aislamiento, irritabilidad constante, frialdad emocional o un pesimismo que apaga toda luz. Y lo más peligroso es que puede llegar a parecer normal. “Así es desde hace años”, dicen quienes rodean al adulto mayor. Pero no: nadie nace con dureza en el alma. Esa coraza se construyó con dolor no sanado.

Trabajar el resentimiento en esta etapa de la vida no es una tarea imposible. Requiere tiempo, sí, pero también valentía. Implica revisar lo vivido con honestidad, nombrar lo que dolió y aceptar que tal vez no habrá disculpas ni reparaciones. Pero sí puede haber liberación.

Hablar ayuda. Escribir también. Incluso, en ocasiones, basta con reconocer para uno mismo que ese enojo ya no tiene sentido, que seguir cargándolo es darle más poder del que merece. Perdonar no siempre es reconciliarse; a veces es simplemente soltar.

Y aquí es donde el entorno juega un papel fundamental. Escuchar sin juzgar, validar lo vivido, no minimizar lo que dolió. Porque el adulto mayor necesita sentir que su historia importa, pero también que no está obligado a seguir cargándola para siempre.

El corazón, aunque envejezca, también puede sanar. No hay edad para la paz interior. Y liberar el resentimiento no significa olvidar, sino vivir lo que queda con menos peso… y más alma.

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