En muchos hogares donde vive un adulto mayor, hay un cuarto cerrado, una bodega olvidada o un viejo baúl que guarda más que objetos. Contiene retazos de vida. Ropas que ya no se usan, cartas con letra temblorosa, figuritas de otro tiempo, herramientas oxidadas. Desde afuera, parece solo acumulación. Desde adentro, es historia.
A esto se le ha llamado, con cierta ternura, el “síndrome del baúl lleno”. Y lejos de ser una manía por conservar, muchas veces es un intento de mantener viva una parte del pasado. Cada objeto tiene su voz, su momento, su carga afectiva. Tirarlos no es solo limpiar el espacio: es sentir que algo —o alguien— se va con ellos.
Para el adulto mayor, soltar no es una simple acción práctica. Es una decisión emocional. Muchos crecieron en tiempos donde nada se desperdiciaba. Otros han perdido tanto, que conservar es una forma de resistir al olvido. Algunos, incluso, guardan para “cuando se necesite”, aunque ese momento nunca llegue. Pero no es absurdo: es su lógica emocional. Su forma de sentir que aún tienen control sobre algo.
El problema surge cuando ese apego empieza a interferir con la calidad de vida: pasillos bloqueados, espacios inseguros, recuerdos que en lugar de confortar, estancan. Ahí es cuando se requiere acompañamiento, no imposición. Porque vaciar un baúl no debería sentirse como un despojo.
El enfoque debe ser afectivo, no utilitario. Preguntar qué significa tal objeto, a quién perteneció, qué evoca. Escuchar la historia antes de sugerir su partida. Y si algo se va, ofrecer alternativas: digitalizar fotos, regalar piezas a quienes las valoren, crear nuevos espacios con lo que queda.
Soltar no es olvidar. Es resignificar. El adulto mayor no necesita despojarse de todo, sino quedarse con lo que aún le nutre, no con lo que le pesa.
Porque en esos baúles no solo hay cosas. Hay pedazos de vida. Y si se sabe mirar bien, incluso el objeto más insignificante puede ser la llave a un recuerdo que merece ser contado antes de ser guardado… o liberado.
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