La autoestima no es un privilegio reservado a la juventud ni un lujo que se pierde con el paso de los años. Es una fuerza vital que acompaña al ser humano en cada etapa de su vida, y que, lejos de debilitarse con el tiempo, puede fortalecerse y encontrar nuevas raíces en la madurez.

Cada arruga, cada cicatriz, cada historia vivida son huellas de una existencia plena, no señales de decadencia. Sin embargo, en una sociedad que exalta la imagen externa y la rapidez, los adultos mayores a veces son invisibilizados o llevados a pensar que su valor disminuye con la edad. Ante este escenario, reafirmar la propia autoestima se convierte en un acto de resistencia y dignidad.

Amarse a uno mismo en la adultez mayor es reconocer todo el camino recorrido, las batallas libradas, las lecciones aprendidas, y comprender que el valor personal no depende de la apariencia física ni de las expectativas externas, sino de la riqueza interior cultivada a lo largo de los años.

La autoestima saludable no se basa en negar las transformaciones naturales del cuerpo, sino en aceptarlas con respeto y orgullo. Es mirar con ternura la propia historia y saber que cada etapa tiene su belleza, su fuerza y su significado.

Además, la autoestima madura permite vivir con mayor autenticidad. Ya no se necesita complacer a todos ni buscar validaciones superficiales. Se vive desde la verdad de lo que uno es, con la serenidad de saber que no se tiene que demostrar nada a nadie más que a uno mismo.

La autoestima no tiene fecha de caducidad porque el valor de una vida no se mide en años, sino en la capacidad de seguir creciendo, de seguir amando, de seguir dejando huella. Y quienes cultivan esa autoestima profunda en su adultez mayor son faros silenciosos que iluminan a quienes los rodean, recordándoles que la verdadera grandeza no envejece.

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