Con el paso de los años, muchas maravillas cotidianas pierden su brillo a los ojos acostumbrados. La costumbre, el ritmo acelerado o las preocupaciones pueden apagar lentamente la capacidad de asombro que una vez tuvimos. Sin embargo, en la madurez de la vida, recuperar esa mirada fresca hacia lo simple se convierte en una de las mayores fuentes de alegría genuina.

Asombrarse ante lo cotidiano no es un acto infantil, sino una muestra de sabiduría profunda. Es entender que la grandeza de la existencia se esconde en los pequeños detalles: una flor que brota después de la lluvia, el vuelo despreocupado de un colibrí, el aroma del pan recién horneado o el abrazo espontáneo de un ser querido. Volver a maravillarse es, en el fondo, volver a vivir con plenitud.

Los adultos mayores tienen una ventaja que a menudo pasa desapercibida: han visto mucho, han caminado largo trecho, y precisamente por ello pueden apreciar mejor la belleza de lo sencillo. Cuando se permite que el asombro regrese, cada jornada se transforma en una sucesión de regalos inesperados.

Recuperar el asombro no requiere grandes cambios ni viajes a lugares remotos. Requiere, ante todo, detenerse. Observar el atardecer sin apuro, escuchar la risa de un niño con atención, o mirar la inmensidad de un cielo estrellado con gratitud. Es un ejercicio de presencia, de apertura del corazón.

La vida, cuando se mira así, se vuelve más liviana. Los problemas no desaparecen, pero pierden peso. El alma, en lugar de centrarse en lo que falta, se llena de gratitud por lo que es, por lo que existe, por lo que cada día trae consigo como un milagro silencioso.

Asombrarse es reconocer que, pese a los años y las experiencias, la vida sigue teniendo el poder de sorprender, de conmover, de inspirar. Y en ese redescubrimiento humilde de las cosas simples, se encuentra uno de los secretos más auténticos de la felicidad.

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