Lo planté hace más de cuarenta años, con una pala prestada, en una tierra dura que apenas cedía. Recuerdo que era una mañana seca, de esas que hacen sudar sin moverse. Escarbé con torpeza y hasta pensé en dejarlo para otro día. Pero algo dentro de mí —quizás el deseo de ver crecer algo, de dejar una huella viva— me obligó a seguir.
Era un árbol pequeño, tímido, con pocas hojas y sin promesas. Lo regué con lo que tenía, a veces con agua, a veces con palabras, y otras con silencios mientras lo miraba. No creció rápido. A veces pensé que no crecería nunca. Pero cada año, sin ruido, él seguía su curso.
Los hijos crecieron, la casa se llenó y vació de voces, la espalda empezó a doler y el pelo se volvió escaso. Pero el árbol… ese árbol seguía ahí. Un día me di cuenta de que ya no lo miraba desde arriba, sino que él empezaba a cubrirme a mí. Con su sombra suave, con sus ramas abiertas como brazos. Me ofrecía descanso sin pedir nada.
Hoy, cuando me siento debajo de él, pienso que no fue solo un árbol lo que planté. Fue constancia. Fue esperanza. Fue una forma silenciosa de decirle al mundo: “Aquí estuve”. Y ahora, ese árbol —sin saberlo— me cuida, como yo lo cuidé a él.
🌿 Reflexión final
Hay gestos sencillos que parecen pequeños en su momento, pero que con el tiempo se convierten en regalos que nos devuelven el alma. Plantar un árbol, iniciar una relación, cuidar a alguien, escribir un cuaderno… son semillas de vida que, aunque no florezcan de inmediato, terminan dándonos sombra cuando más la necesitamos.
Esta historia no es solo sobre un árbol. Es sobre todo aquello que cultivamos con amor, sin certezas. Y que, un día, nos protege, nos honra y nos recuerda que valió la pena esperar, confiar y persistir.
Deja una respuesta