Recordar puede ser un acto doloroso o profundamente reparador. En la adultez mayor, los recuerdos visitan con más frecuencia: una canción, una fotografía, una conversación breve… y de pronto, el corazón viaja hacia los días de infancia, los primeros amores, los hijos pequeños, los amigos que partieron. Es ahí donde la nostalgia aparece, envolviendo con ternura, pero también con cierta tristeza.
Sin embargo, la nostalgia no tiene que doler. Cuando se le mira desde la gratitud, se convierte en un homenaje a lo vivido. Lo que añoramos existió. Esa casa, ese abrazo, esa tarde de domingo, fueron reales. Qué bendición haberlos tenido. La gratitud le da a la memoria un tono amable, un color más cálido, un sentido de paz. Nos permite agradecer en lugar de lamentar.
Transformar la nostalgia en gratitud es hacer las paces con el pasado. Es entender que lo que fue no necesita ser revivido para seguir siendo parte de nosotros. Lo que amamos, aunque ya no esté presente, puede seguir acompañándonos de forma serena si lo abrazamos con agradecimiento.
Cada vez que un recuerdo le haga temblar el alma, deténgase un momento. Respire. Y en lugar de decir “cómo duele no tenerlo”, diga: “qué dicha haberlo vivido”. Ese pequeño giro de pensamiento puede cambiar una lágrima de tristeza en una sonrisa suave. Y ese, en sí mismo, es un acto de sanación.
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