Nunca fui de decir muchas palabras. En casa se demostraba el cariño con acciones, con silencios compartidos, con platos servidos a tiempo. Pero un día entendí que hay palabras que, si no se dicen a tiempo, pueden quedarse atrapadas en el corazón para siempre.

Fue cuando mi hermano menor enfermó. Lo vi más frágil de lo que nunca lo había visto. Compartimos una tarde larga en la que hablamos de todo y de nada. Me reí, lo escuché, le conté una historia vieja… y cuando ya me iba a levantar, él me miró y me dijo, con una voz que temblaba: “Siempre esperé que me lo dijeras”.

Yo no entendí al principio. Hasta que lo sentí en el pecho. “Te quiero”, me salió con dificultad, como si desenterrara algo guardado hacía décadas. Él sonrió. No dijo más. Pero su rostro cambió. Como si esa frase hubiera cerrado una herida antigua que no sabíamos que existía.

Después de ese día, me prometí que no iba a guardar más esos “te quiero” para ocasiones especiales. Que los diría cuando lo sintiera, sin miedo, sin excusas. Porque aprendí que un “te quiero” dicho a tiempo no es solo una frase: es una cura, una caricia, una forma de abrazar con el alma.

Y sobre todo, es algo que no pesa… pero sí alivia. Tanto a quien lo da como a quien lo recibe.

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