Estaba en el supermercado. No era un día especial, ni una fecha marcada. Iba por la sección de pan cuando, de pronto, comenzó a sonar esa canción. Una melodía suave, antigua, de esas que no se escuchan con frecuencia. En segundos, me encontré detenido, como si el tiempo se hubiera congelado entre las góndolas y el eco de mi memoria.
Era la canción que bailábamos con mi esposa en los años jóvenes, en la cocina, en las fiestas, en las tardes sin prisa. La misma que cantábamos bajito mientras lavábamos los platos. La que sonó cuando nació nuestro primer hijo. Y de pronto, sin poder evitarlo, sentí un nudo en la garganta. Y lloré. Pero no fue tristeza. Fue algo más profundo: fue gratitud, fue ternura, fue felicidad acumulada.
La gente pasaba a mi lado sin notar nada. Y eso estaba bien. Porque en ese momento, el mundo era solo mío. Solo esa canción, ese recuerdo, esa emoción que me envolvía como un abrazo invisible. No quise contenerlo. No quise distraerme. Solo dejé que esa canción hiciera su trabajo: traerme de vuelta a lo que de verdad importa.
Lloré… sí. Pero con una sonrisa. Porque hay canciones que no solo nos traen el pasado, sino que nos recuerdan que, en algún momento, fuimos intensamente felices. Y eso, incluso con el paso del tiempo, sigue siendo un regalo enorme.
Deja una respuesta