Durante muchos años, exigimos a nuestro cuerpo sin darnos cuenta. Lo forzamos, lo ignoramos, lo juzgamos. Nos quejamos de lo que le faltaba o de lo que no encajaba con ciertas expectativas. Pero llega un momento en que, al mirarnos al espejo con más compasión que crítica, comprendemos todo lo que ese cuerpo ha hecho por nosotros.
Cada arruga es una página escrita con experiencia. Cada cicatriz, una señal de lucha superada. Cada cana, un reflejo del tiempo vivido. Nuestro cuerpo ha sido refugio en la enfermedad, motor en los días agitados, testigo silencioso de nuestras emociones. Ha sostenido abrazos, ha resistido pérdidas, ha respondido incluso cuando lo tratamos con desdén.
Sentir gratitud hacia él no es una consigna estética, es un acto de reconciliación. Es agradecerle por los pasos dados, por las veces que sanó sin que se lo pidiéramos, por las oportunidades de sentir, tocar, abrazar, cuidar. No es un cuerpo perfecto, pero sí es el único que ha estado con nosotros en cada instante.
A esta altura de la vida, más que exigirle, hay que honrarlo. Escucharlo, atenderlo, respetar sus límites. Tratarlo con el mismo cariño que le ofrecemos a quienes amamos. Porque cuando uno se agradece a sí mismo desde el cuerpo, también aprende a vivir con más ternura desde el alma.
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