Las amistades verdaderas no siempre caminan a nuestro lado, ni viven en la misma ciudad, ni hablan todos los días. Pero permanecen. A veces, el paso de los años y los caminos diferentes separan cuerpos, pero no corazones. Y es en la adultez mayor donde se comprende que la amistad no se mide en presencia física, sino en la conexión que resiste el olvido.
Una carta inesperada, una llamada breve, una fotografía antigua, pueden reactivar en segundos el cariño guardado. Porque los buenos amigos dejan huellas profundas: en los recuerdos, en las anécdotas, en los aprendizajes compartidos. Aunque haya pasado el tiempo, aunque los rostros hayan cambiado, la esencia de lo vivido juntos se conserva intacta.
Vivir la amistad más allá de la distancia es aceptar que no todo vínculo necesita ser cotidiano para ser verdadero. Es saber que alguien piensa en nosotros aunque no lo diga. Es sonreír al recordar una broma interna, una tarde de conversación, una complicidad que el tiempo no pudo borrar.
Y cuando llega el reencuentro, por más breve que sea, basta una mirada para confirmar que todo sigue ahí: la confianza, el afecto, la historia compartida. En una etapa donde muchas cosas se van perdiendo, conservar una amistad profunda, aunque sea a la distancia, es un tesoro que da sentido, alegría y compañía al alma.
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