No era un café especial. Ni de esos de nombre extranjero ni servido en taza elegante. Era sencillo, negro, con un chorrito de leche, como lo hacía mi abuela cuando yo apenas levantaba un palmo del suelo. Me lo sirvieron una tarde cualquiera, en una taza de peltre que tenía una pequeña abolladura en el borde.

Al primer sorbo, algo en mí se detuvo. El tiempo pareció hacer una pausa respetuosa. Cerré los ojos y, de pronto, ya no estaba en la cocina de mi casa actual, sino en aquella cocina de mi infancia, donde la radio sonaba bajito, el piso era de tierra apisonada y el sol se colaba por la rendija de la puerta trasera.

Recordé las risas de mis primos, los regaños dulces de mi madre, el sonido de la cuchara golpeando el borde de la olla y el olor a pan recién salido del horno de barro. Recordé la sensación de estar cuidado, protegido, feliz sin saberlo.

No lloré. Solo sonreí. Porque a veces, una taza de café puede ser más que una bebida. Puede ser una llave. Una que abre puertas del alma que uno creía cerradas para siempre.


🌿 Reflexión final

Los sabores y los olores guardan memorias que el tiempo no logra borrar. En medio de la rutina, un gesto tan simple como tomar un café puede regalarnos un viaje directo al corazón de lo vivido. Sin previo aviso, nos devuelven momentos que no sabíamos cuánto extrañábamos.

Y es ahí donde comprendemos que la infancia no desaparece: se queda dormida en nosotros, esperando una chispa para despertar. A veces, esa chispa viene en forma de una taza caliente que, sin decir una palabra, nos recuerda quiénes fuimos… y cuánto de eso aún vive en nosotros.

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