No fue una conversación con nadie. No hubo cartas, ni reuniones familiares, ni confesiones grabadas. Fue una noche como tantas, de esas en que el cuerpo quiere descansar, pero la mente no lo deja. Estaba acostado en la oscuridad, con los ojos abiertos, repasando otra vez los mismos errores que me acompañaban desde hacía años.
Recordé aquel día en que levanté la voz de más. Aquella vez en que me quedé callado cuando debía hablar. Ese momento en que actué por miedo, por orgullo o por ignorancia. Y así, uno por uno, mis viejos remordimientos se fueron sentando al borde de la cama como sombras conocidas.
Suspiré. Y en lugar de volver a pelear con ellos, les hablé. Les dije: “Ya los reconozco. Ya sé que están ahí. Ya entendí lo que tenían que enseñarme”. Y con eso, algo dentro de mí —muy en lo profundo— se aflojó. Sentí que el juicio que me hacía a mí mismo se desarmaba. No porque hubiera olvidado, sino porque al fin había entendido que no podía vivir castigándome eternamente.
Esa noche, no recé pidiendo nada. Solo agradecí por haber llegado a ese punto. Me abracé a mí mismo, aunque fuera en silencio. Cerré los ojos, y por primera vez en muchos años… dormí en paz.
🌿 Reflexión final
Perdonarse no es excusarse. No es fingir que nunca se falló, ni borrar lo que sucedió. Es mirarse con compasión y decir: “ya hice suficiente daño con el pasado; no voy a seguir hiriéndome en el presente”. Es permitir que el alma descanse sin tener que justificarse más.
Hay muchas formas de dormir, pero pocas tan profundas como las que vienen después del perdón propio. Porque no hay almohada más suave que la conciencia tranquila, ni descanso más pleno que el que llega cuando, por fin, uno se atreve a decirse: “merezco vivir en paz”.
Deja una respuesta