El paso del tiempo trae consigo recuerdos, algunos dulces, otros pesados. La culpa suele anidarse entre estos últimos, como una sombra silenciosa que nos acompaña sin ser llamada. Se asoma en momentos de calma y cuestiona decisiones antiguas, palabras no dichas, errores cometidos cuando se tenía menos experiencia o se vivía con prisa.
Pero no toda culpa merece quedarse. Existe una diferencia entre la culpa que corrige y la que castiga. La primera enseña, transforma, impulsa a reparar. La segunda inmoviliza, condena, nos ata a una versión antigua de nosotros mismos. Y es esa, la culpa innecesaria, la que más pesa en la madurez, cuando ya no hay mucho que probar, pero sí mucho que comprender.
Superar esa culpa no significa negar lo ocurrido, ni borrar la memoria. Es reconocer que uno hizo lo que pudo con las herramientas que tenía en aquel momento. Que los errores no nos definen si hemos aprendido de ellos. Que cada etapa de la vida nos da otra oportunidad para actuar con más conciencia, más amor, más sabiduría.
Perdonarse a uno mismo no es debilidad, es valentía. Es mirar de frente al pasado sin quedarse atrapado en él. Es decirse con honestidad: “hice lo que pude… y hoy sigo creciendo”. Cuando se logra, el alma respira. Y esa libertad interior permite vivir lo que resta con más ligereza, más serenidad y más verdad.
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