La nostalgia tiene un sabor agridulce. Llega sin avisar cuando una canción, un aroma o una fotografía nos transporta a otro tiempo. Nos recuerda lo que fue, lo que ya no es, lo que tal vez nunca volverá. En la adultez mayor, estos viajes emocionales al pasado son frecuentes. Pero lo importante no es evitarlos, sino aprender a mirarlos con una nueva luz.
Transformar la nostalgia en gratitud es aceptar que lo vivido, aunque ya no esté, fue un regalo. Que cada momento que hoy duele recordar, alguna vez fue motivo de alegría. Que esas personas que ya no están físicamente, dejaron huellas que siguen acompañando. La nostalgia puede volverse suave cuando en lugar de enfocarse en la ausencia, se agradece lo compartido.
Este cambio de mirada no borra el vacío, pero sí aligera el peso. Permite volver al pasado no con amargura, sino con ternura. “Qué dicha haberlo tenido”, en lugar de “qué pena haberlo perdido”. Porque la gratitud da paz, y convierte el recuerdo en un tesoro, no en una carga.
Cuando la nostalgia nos visite, abramos la puerta con calma. Escuchemos lo que viene a recordarnos, y luego despidámosla con una sonrisa y un “gracias”. Esa es una forma madura, serena y luminosa de vivir en paz con lo que fuimos… y con lo que todavía somos.
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