No fue fácil aceptar que ya no podía caminar como antes. Al principio, lo tomé como algo pasajero: una molestia, una torcedura, algo que pasaría con reposo. Pero el cuerpo empezó a hablar más claro. Y yo, terco como he sido siempre, me resistía a escuchar.

La primera vez que necesité un bastón me costó mucho más que cualquier tratamiento. No por el objeto en sí, sino por lo que simbolizaba. Para mí, era como una señal de derrota. ¿Cómo podía depender de algo externo para hacer lo que toda la vida había hecho sin pensar?

Pero con el tiempo, y con muchas caídas emocionales —más que físicas— entendí que caminar con ayuda no me hacía menos. Aprendí a ver el bastón no como una señal de fragilidad, sino de sabiduría. Fue entonces cuando dejé de mirar al suelo con vergüenza y comencé a alzar la cabeza con dignidad.

Hoy, cada paso que doy tiene más conciencia. No camino rápido, pero camino seguro. No llego antes, pero llego en paz. Y eso, en esta etapa de la vida, es mucho más valioso. Porque no se trata solo de caminar… sino de avanzar con respeto por uno mismo.

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