Soñar no tiene fecha de vencimiento. Es un derecho que acompaña al ser humano desde su primer aliento hasta el último suspiro. Para los adultos mayores, seguir soñando no es un acto de ingenuidad, sino una afirmación valiente de vida, una declaración silenciosa de que el espíritu, a pesar del paso de los años, sigue siendo libre.
A veces, la sociedad transmite el mensaje erróneo de que soñar es privilegio de los jóvenes. Como si alcanzar cierta edad implicara resignarse, como si los deseos, los anhelos o los proyectos dejaran de tener sentido. Nada más lejos de la verdad. Soñar es una necesidad profunda del alma: nos mantiene en movimiento, nos conecta con la esperanza, nos invita a ver más allá de las circunstancias actuales.
Los sueños en la adultez mayor pueden tomar nuevas formas. Tal vez ya no se trate de conquistar el mundo, sino de viajar a ese rincón pendiente, escribir las memorias, aprender un arte, reconciliarse con alguien, dejar una huella distinta en la vida de otros. Cada sueño, pequeño o grande, es un recordatorio de que estamos vivos, de que todavía hay horizontes por alcanzar.
Seguir soñando no significa ignorar las realidades o negar los desafíos. Es, más bien, la capacidad de mirar el porvenir con confianza, de creer que cada día ofrece nuevas posibilidades, de comprender que la plenitud no depende exclusivamente de la edad, sino de la disposición interior.
Además, los adultos mayores que se permiten seguir soñando inspiran a quienes los rodean. Enseñan que la vida no se mide por los años cumplidos, sino por la pasión que todavía enciende el corazón. Enseñan que la esperanza no tiene arrugas y que la ilusión por aprender, crecer y amar nunca debería apagarse.
Reivindicar el derecho a soñar siempre es, en el fondo, una forma de honrar la vida. Porque quien sueña, quien se atreve a desear algo nuevo o a luchar por una ilusión, demuestra que el alma humana, aún en medio de las cicatrices del tiempo, conserva intacta su capacidad de volar.
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