El coronavirus desencadenó una pandemia y la tierra se estrujó por completo. Sociedades enteras en aislamiento, reclusión en las casas, suspensión de actividades, contagios, muertes y mucha angustia. La vida se volvió ajena y extraña y de un día para otro nos convertimos en protagonistas de un mundo surrealista, una distopía, una película de terror, un suspense a la Hitchcock o una versión al estilo de D.  Lynch.  Este virus llegó y derribó a su paso varias certezas y promesas del porvenir.

La pandemia tomó al cuerpo de rehén y  de este germinó una especie de angustia global. Ningún lugar del mundo es seguro. Sin duda estamos viviendo una situación inédita que nos hace reaccionar emocionalmente de varias maneras: por un lado, estamos en incertidumbre y vulnerabilidad constantes, nos sentimos asustados, dolidos por lo que se pudo haber perdido, frustrados por no poder cumplir nuestros deseos de forma inmediata, enojados por el cambio, temerosos frente al contagio. Quizá alguien que esté experimentando todas estas emociones puede acatar las reglas y las normas de las instancias de salud, es respetuoso y toma precauciones no solo para su cuidado sino también para el cuidado de otros, puesto que un evento de esta magnitud implica ahora cuidarme a mí, cuidar al otro y cuidarse del otro, todo esto de forma simultánea.

Sin embargo, junto a todas estas emociones que se pueden despertar frente a un evento doloroso y traumático como la pandemia, encontramos personas que reaccionan no de desde un lugar de responsabilidad, autocuidado y cuidado de los otros, sino que, por el contrario, actúan de forma prepotente y arrogante: la persona piensa «a mí no me va a pasar», «es una gripita», «pura exageración». Estas personas se ponen transgresoras, rebeldes y desafiantes, desobedecen las recomendaciones sanitarias, no usan cubrebocas y se arriesgan a ellos mismos y a su comunidad.

Es importante pensar que con tanta información sobre la gravedad de la COVID-19 y la necesidad de seguir pautas, algunas personas aún se niegan a aceptar la realidad. ¿Por qué frente a todas las evidencias que tenemos de la existencia de este virus y de sus consecuencias en la salud las personas no se cuidan?

Una de las posibles respuestas sería que frente a una gran cantidad de angustia la persona se defiende de algún modo. Una de estas defensas sería hacer como que no pasa nada, alejando cualquier idea que contacte con la realidad y le haga reconocer la angustia y el dolor. «Total, no pasa nada» es una negación de lo real, y nada más peligroso que rechazar lo evidente, porque si se está negando esta realidad, las amenazas de contagio se incrementan, poniendo al sujeto (y a los otros) en un gran riesgo.

Pero no solo se puede negar la realidad cuando esta causa mucha angustia, sino que también, frente a los sentimientos de vulnerabildiad, rabia, y dolor, encontramos las reacciones maniacas. Un ejemplo de estado maniaco serían las fiestas, las reuniones, las salidas innecesarias, en donde la euforia minimiza el riesgo en la mente de las personas.

Otra posible mirada se presenta si retomamos a Freud, con su texto “Más allá del principio del placer”, donde hace su aparición la pulsión de muerte como concepto fundamental. Recuerda que hace cien años el mundo atravesaba también una pandemia mortífera y propone el concepto de de Pulsión de muerte. Es decir, aquella que se dirige primeramente hacia el interior y tiende a la autodestrucción, secundariamente se dirigiría hacia el exterior, manifestándose entonces en forma de pulsión agresiva o destructiva. Entonces pensemos si en estas conductas de poco cuidado no se estará colando de forma velada algo de lo autodestructivo que corresponde a esa pulsión silenciosa.

Este es un momento de reflexión y atención en el cual deben predominar el pensamiento, la responsabilidad, la solidaridad y el reconocimiento de la implicación de la acción individual dentro del colectivo social.

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