La algarabía navideña suele venir acompañada de afán, precipitación y hasta estrés. Entre compras de regalos, decoración del hogar, planes con la familia y amigos, y miles de quehaceres, poco espacio parece quedar para la tranquilidad, el silencio y la contemplación que esta época también puede regalarnos.

Son precisamente los adultos mayores quienes, con su ritmo más pausado y su mirada enriquecida por la experiencia de vida, pueden recordarnos la importancia de saborear cada momento, descubrir la belleza escondida en lo pequeño, sencillo y cotidiano.

Para muchos abuelos y abuelas, la Navidad evoca nostálgicos recuerdos de tiempos pasados, cuando eran niños o jóvenes padres de familia. Surgen en su memoria imágenes de otros paisajes, otros amigos y parientes ya idos, otras navidades vividas. Como las olas de mar que van y vienen, estas reminiscencias producen una sana melancolía que los vuelve más propensos al silencio, la introspección y la oración.

Los años les han enseñado también que lo verdaderamente importante es la calidad de los momentos vividos, más que la cantidad de actividades realizadas. Que una mirada o un gesto de ternura pueden ser más elocuentes que muchas palabras. Que en medio del bullicio exterior, descubrir la voz del Niño Dios que nace en el propio corazón es el mayor regalo de Navidad.

Los mayores tienen así una cita importante con la interioridad y la contemplación en estas fechas. Mientras los demás corren de un lado a otro abrumados y estresados, ellos saborean con serena alegría la paz que emana de sentirse profundamente amados por Dios.

Y con su sola presencia, con su modo de vivir este tiempo a un ritmo más sosegado, se convierten en faros que invitan a los suyos a darse un respiro, a frenar la inercia del activismo y reencontrar el gozo sencillo de los pastores y la Sagrada Familia reunida en torno al pesebre. Ojalá sepamos aprender de nuestros mayores este difícil arte de vivir el presente, y que su sosiego contagie al resto de la familia.

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